El término islamofobia se refiere a la hostilidad y la aversión hacia el islam y los musulmanes, considerados como un grupo homogéneo y cerrado en torno a valores arcaicos, cuyas características negativas los hace peligrosos: una amenaza para la seguridad y para la «civilización occidental», que se auto-representa como portadora de valores trascendentes que serían refractarios al islam. Esta hostilidad se manifiesta en forma de discriminaciones, prejuicios y agresiones. Los informes de la ONU, de la OSCE y de la UE demuestran que estas discriminaciones son reales en terrenos como el acceso a la vivienda o a un puesto de trabajo, pero también en las dificultades para abrir mezquitas o ejercer con normalidad sus derechos religiosos. Además, han catalogado centenares de ataques islamófobos, agresiones, incendios de mezquitas, profanaciones de cementerios, incluso asesinatos. Todo esto está sucediendo en estos momentos en Europa, aunque los medios corporativos solo divulgan aquellas noticias en las cuales los musulmanes aparecen como agresores o machistas.
Hablo de ideología para destacar el hecho de que la islamofobia no es tan sólo un odio irracional de gente ignorante y fanatizada, sino un discurso fomentado desde determinados centros de poder con una intencionalidad política. Y digo dominante por el hecho de que estos centros de poder ejercen un dominio aplastante sobre las poblaciones occidentales, estableciendo la agenda de lo que se debe debatir y los parámetros sobre los que deben girar dichos debates.
La demonización de los musulmanes es parte fundamental de la geopolítica energética de Occidente, y se sitúa entre los mecanismos económicos y políticos que caracterizan el Nuevo Orden Mundial. La definición de los musulmanes como totalitarios, machistas y violentos sirve para justificar “cambios de régimen” o invasiones de países extranjeros. Está en relación directa con la distribución geográfica de las reservas mundiales de gas y de petróleo. Existe además una conexión entre la islamofobia y la ocupación israelí de Palestina, actuando la demonización del islam como ideología legitimadora de la colonización y del genocidio del pueblo palestino.
La islamofobia tiene amplia aceptación en el mundo académico e intelectual. La violencia se da allí donde existe un sustrato discursivo que la justifica. La aceptación e incluso respetabilidad de la islamofobia en el mundo académico occidental resulta significativa. Es inimaginable encontrar discursos racistas contra negros, judíos o gitanos entre la intelectualidad europea, y sin embargo numerosos intelectuales aceptan de forma acrítica el discurso islamófobo, la idea del inevitable choque de civilizaciones, la incompatibilidad entre el islam y la democracia, la identificación del islam y la violencia, o la aceptación de estereotipos negativos sobre las mujeres musulmanas.
Existen muchas explicaciones al respecto. Por un lado, el islam aparece como el “otro” de las mitologías nacionales basadas en la Cristiandad: es una amenaza a un concepto esencialista y excluyente de la propia identidad. Además, los estudios universitarios sobre el islam y Oriente Medio son deudores del orientalismo, definido por Edward Said como «la clasificación de los individuos, de los pueblos, religiones y culturas “orientales” en unas categorías intelectuales y esencias inmutables destinadas a facilitar su sujeción al “civilizador” europeo». En este sentido, la islamofobia está estrechamente vinculada a la reproducción de estrategias típicamente coloniales, con la creencia en la misión civilizadora del Occidente blanco como telón de fondo. La academia proclama la superioridad de Occidente y de sus raíces cristianas y/o ilustradas. Desde una perspectiva histórica de larga duración, la islamofobia traduce la mentalidad de las cruzadas en un lenguaje secular. Hay que propagar el evangelio de la Modernidad, vencer las resistencias de los musulmanes. Y esto justifica ser violentos e intolerantes hacia ellos, considerados como un todo amorfo definido por etiquetas negativas; negando de este modo la increíble diversidad de sus manifestaciones.
La islamofobia es el viejo antisemitismo clásico europeo. Esto no es extraño, pues el discurso racista del siglo XIX siempre consideró a los árabes como los pueblos semitas por antonomasia y al islam como la religión natural de los semitas. Por eso la islamofobia es la ortodoxia del antisemitismo. Todos y cada uno de los componentes de la judeofobia clásica son proyectados ahora hacia el islam: los musulmanes son representados con rasgos demoníacos, son acusados de no integrarse y de ser quintacolumnistas de una “invasión islámica de Europa”, las mezquitas son presentadas como lugares de conspiración, se repite el mito de una “alianza entre la izquierda y el islam” para destruir los valores cristianos de Europa. Este mito tiene su correlato en la teoría de la “conspiración judeo-masónica-marxista”, típica del catolicismo ultramontano. Se repite la idea de que la presencia del islam constituye “un problema”, y que por tanto requiere “una solución”. Del “problema judío” hemos pasado al “problema islámico”.
Cuando se comprende esto, resulta chocante ver como estos tópicos son reproducidos por algunos intelectuales mediáticos al servicio del sionismo, como Alain Finkielkraut, André Glucksmann, Gabriel Albiac o Jon Juaristi, entre otros. El discurso de estos autores, judíos europeos identificados con el Estado de Israel, es típicamente antisemita.