¿Son el denominado “holocausto” y el genocidio de los palestinos una causa y una consecuencia? ¿Son dos hitos independientes en la historia de la vileza humana? ¿Son, como dicen algunos antijudíos, una expresión de la maldad de la etnia judía?
Estamos convencidos de que no es cierto nada de lo que se dice en esas preguntas. En cambio, estamos convencidos de que sí son capítulos bien trabados en el argumento de la guerra que libran la mentalidad y acción imperialistas contra la convivencia humana civilizada.
Probablemente hay muchos más capítulos bien trabados en toda la historia anterior y contemporánea, pero aquí nos vamos a limitar a estos dos episodios que, por parte imperial se intenta por todos los medios pintar como la guerra de los civilizados contra las bestias, pero que es en realidad la guerra de los adictos al poder contra los pueblos y las etnias.
No me propongo hablar en plan académico. Hay cosas que son patentes para cualquier lego y que llegan al intelecto tanto como al corazón.
Los judíos, que sepamos, siempre han sido parte de Europa desde ya antes de Cristo. Y después han seguido siéndolo y por los siglos de los siglos, con más o menos tragedias o sobresaltos, que a veces se ceban más en unos que en otros, en cuanto a la etnia, pero que siempre hacen pupa a los menos poderosos igualmente de cualquier etnia. Y llegamos al siglo XIX y nos encontramos con una Europa en la que en muchos de sus Estados los judíos eran tan lo que se pudiera ser como cualesquiera otros ciudadanos y lo eran precisamente junto con esos otros ciudadanos. Se habían superado a muchísimos efectos cualesquiera desarmonías con los ciudadanos de la religión dominante. La cultura -esa gloriosa cultura centroeuropea- creaba un medio intelectual de un nivel estimulante y que procuraba muchas satisfacciones. Las diferentes lenguas o las diferentes religiones ya no eran barreras sino fuentes de riqueza intelectual y dinamismo. Algo que también se desarrolló en Rusia al pasar de la monarquía a la sociedad soviética.
Ese mundo brilló hasta la Primera Guerra Mundial, con los restos que se mantuvieran hasta la Segunda Guerra Mundial en los distintos países. Las guerras pueden ser porque un Estado no se entiende con otro y se llega situaciones límites, pero las más de las guerras obedecen a la adicción al poder de los adictos, sobre todo en los grandes imperios. El más poderoso-adicto que había hasta la Segunda Guerra Mundial era el británico, sucedido y simultaneado un tiempo con los EE.UU. Y ahora definitivamente el imperio que podríamos llamar anglo-otan. La mayoría de los imperios tienen su dosis de adicción al poder, de forma que antes de la Primera Guerra Mundial a unos cuantos de los que intervinieron en ella se les podría acusar de imperialismo, pero, claro, llegaban tarde si es que iban a querer seguir por ese camino. La omnipotencia del imperio británico era demasiada para tolerar que, a lo tonto, se alzaran en Europa imperios competidores, o no competidores, pero que sencillamente se negaran a entrar en el redil británico. Toda esa civilización centroeuropea en la que las etnias ya no eran necesariamente discordia sino brillante y jugosa convivencia, era algo que un imperio con vocación mundial como el británico no podía consentir. La afabilidad entre las etnias es un insulto a los adictos al poder porque les quita hilos de los que tirar para tener a las plebes y a los Estados subyugados y con sus cerebritos bien lavados y enfrentados unos con otros.
Y ¿por qué flanco se podría deshacer ese horror de la armonía y la cultura entre los ciudadanos de un país? El mero hecho de que todos fuesen ciudadanos era ya en sí muy molesto, pero, encima, el que se aviniesen, el que se reconociesen en las instituciones y en las profesiones, en el prestigio y en la riqueza intelectual y cultural de sus Estados, era algo contra lo que había apuntar y hacer blanco. Había que acabar con ello.
De ahí, de saber elegir el blanco y saber apuntar, nace la necesidad nazi de acabar con los judíos, de su solución final. Empezaron a proliferar los horrores de cómo los judíos estaban chupando la riqueza de Alemania o de donde fuera, basándose en que muchos de los ricachones eran judíos y aduciendo que siempre habían hecho eso y en fin reclutando selectivamente datos en la historia, aplicándoles creatividad, como dicen ahora, o inventándolos o como fuera, porque realmente lo de los datos es lo de menos. Datos en un mundo con tantísimos millones de habitantes de todas las razas y extracciones se pueden sacar para todos los gustos y de todos los colores. Otra cosa es la honradez intelectual y, ante la adicción al poder todo se sacrifica y lo primero la verdad, aunque eso sí, con mucha habilidad. Y eso es algo que no se puede negar del imperio británico. Mucha habilidad. Como lo demuestra que prestara todo su apoyo a la ascensión del nazismo y luego se haya permitido y enseñado a criticar a cualquier Estado o régimen que haya podido tener el más mínimo atisbo de trato legal con los nazis, como si el imperio no lo hubiera tenido mucho y desde el principio, pero, claro, de lo que siempre se ha partido es de que el imperio puede tener trato con todo el mundo, pero los subordinados solo con aquellos que el imperio considera “kosher”. Y los tratos podían ser mentira o ser verdad, pero eso era lo de menos. Se publicaban y ya se hacían verdad por la mera publicación y a los países siempre hay que dividirlos en buenos y malos.
Con la eliminación de los judíos de Europa no solo se acabó con los judíos de Europa sino con la brillantísima civilización europea, sobre todo centroeuropea que dio tantos genios, tanto nivel, tanta vida -sin olvidar las sombras que haya tenido, claro está- y tanta, sí, civilización. ¡Cuál hubiera sido el devenir de esa Europa si la perfidia imperial no lo hubiese descarrilado!
Ese devenir era lo que el Imperio poderadicto no podía de ninguna manera consentir, aunque con ello reventase el imperio mismo. Que en cierto modo sí reventó o, mejor dicho, se trasplantó a otro portador pasando el antiguo al cargo de cómplice privilegiado.
Pues sí, se calumnió y difamó a toda una etnia europea, se la masacró y humilló de manera horrenda, pero se tuvo buen cuidado de no terminar con ella y no por piedad o por amor, sino porque a esa vaca todavía se le podía sacar mucha, muchísima más leche. ¿Cómo? Pues usándola como veneno y como ariete contra otras etnias que eran –y son- un estorbo en el camino imperial y ese y no otro, fue el motivo de la creación del estadillo genocida, mal llamado Israel, en Palestina. Algo que por otra parte ya tenía proyectado el Imperio desde el siglo anterior y que se dispuso a llevar a la práctica en cuanto se hizo con el Protectorado de Palestina. Los disimulos de esa casta imperial en este caso son muy hábiles sí, pero malvados y de vergüenza ajena, pretendiendo cuando ya todo estaba en marcha y sin peligro de volverse atrás, que trataban de proteger a los árabes. ¡Seguro! Es decir, esos supervivientes o chupavivientes del holocausto iban a servir ahora para hacer al Oriente Medio lo que el imperio había hecho a Europa: hundir su civilización. Un imperio nunca debe consentir que las etnias o las religiones de él o de fuera de él se quieran y se entiendan y se respeten. No, las diferencias están para que descarada o disimuladamente las explote el imperio y se quede con todo.
Hoy día Alemania -y otros estados europeos-, en lugar de diagnosticar el daño que se le ha hecho o se ha hecho y se hace ella a sí misma, colabora como una bruja en que se le haga lo mismo a otros.
Aquí hablamos con ironía y no es por buen humor, sino por no sufrir. Duele que se destrozara a unas gentes y a unas civilizaciones europeas que florecían. Duele que se lleve la muerte y la maldad a una parte del mundo en la que las etnias y “sectas”, como dicen, se saludaban y felicitaban las fiestas y se reconocían en su vida diaria como parte de su mundo, mundo al que querían. Todo eso duele y mucho.
No sabemos si eso o algo de eso se podrá recuperar. Sí debiera poderse avanzar al menos a algo tan bueno como lo perdido. En el Oriente Medio aun confiamos en que la maldad de la adicción al poder no llegue a triunfar y se pueda recuperar mucho de lo perdido. Pero hay que ser conscientes de ello.
Dios dirá. Y ¡que Él Todopoderoso nos libre de la adicción al poder y del daño que nos puedan causar los adictos! ¡Él quiera tener en su intimidad a todos los que han sufrido y sufren lo indecible por ser víctimas y luchadores por un mundo en el que reine la divina piedad!